Roque
Estás condenado a dar vueltas y vueltas, a mirar la vida de los demás desde tu asiento, a añorar lo ajeno y opinar sobre lo que no conocés. Algunos te acompañan momentáneamente, pero sólo para ir a su próxima parada, donde les espera más vida mientras vos tenés que ir a buscar a otra persona. A lo sumo, fingen que te escuchan, pero poco les importa lo que tengas que decir. Estás condenado, Rolo, estás condenado a tu taxi.
Cuanto más pasaba el tiempo, más me daba cuenta de que esas palabras de la vieja Zulma eran ciertas. Ya no recordaba la última vez que me había bajado del auto y aunque no tuviese que trabajar, me la pasaba dando vueltas. Es momento de delegar, pensé. ¿Delegar? ¿Cómo Rolo va a delegar? Pero yo quería una vida. Es cierto que arriba del taxi pasé grandes momentos, pero ya estaba viejo, y ahora la vida estaba afuera. Después de setenta y cinco entrevistas, contraté a un pibe. La verdad que era macanudo, pero a los pocos meses empezó a exigir más guita y encima no quería usar el uniforme que yo le había preparado. Tuve que echarlo. Fue entonces cuando pensé en Roque. No podía negar su inteligencia. Él me había acompañado todos estos días de nueva vida. Íbamos al parque, mirábamos la tele y hasta comíamos juntos. Yo lo aconsejaba y él me escuchaba atentamente.
“Es hora de ponerse los pantalones largos” le dije. Y es que su vida de bacán se tenía que terminar.
Al día siguiente lo levanté temprano y nos fuimos a practicar. Él estaba entusiasmado, yo siempre le contaba mis aventuras en el taxi y creo que él estaba cansado del balcón. Le costó mucho llegar al acelerador, pero con esfuerzo y dedicación, en cuatro meses ya estaba manejando. Todavía me acuerdo de su primer día, verlo despedirse con el uniforme puesto. Yo me quedé tirado en la cama. Fue la primera vez que me sentí tranquilo con un empleado. Y no me equivoqué. Roque volvió con extraordinarias ganancias. Y es que la gente, de sólo verlo, confiaba en él. Hacían cola para subirse al auto. Incluso las mujeres que viajaban solas, volvieron a subir al taxi.
Cuando quise pagarle, Roque se me quedó mirando extrañado, sólo quería que le dé de comer. Así lo hice y se fue contento. Cien por ciento de ganancias y sin quejas. Le extendí el horario a veinticuatro horas y tampoco se quejó e incluso seguía trayéndome el diario todas las mañanas. Fueron días de ocio y abundancia. Dormir, comer y mirar televisión.
Pero una mañana me sentí solo. Siempre estuve solo, pero antes al menos Roque me escuchaba. Yo podía hablarle todo lo que quería, sin tener que preocuparme por escuchar. Lo mismo con mis pasajeros. Pero ahora estaba solo de verdad. Le hablaba a la tele, pero ella ni siquiera fingía escucharme. Traté de hablar con los vecinos, pero ellos terminaban hablando casi tanto como yo. Entones me quedaba en el balcón, espiando a la gente y a veces hasta insultándola. Me preguntaba por qué no podía socializar con nadie. Uno de esos días, casi al borde del llanto, noté con perplejidad que una paloma me miraba. Entonces dirigí mis lamentos hacia ella, y con emoción, me di cuenta que me escuchaba. Estuvimos hablando largas horas y quedamos en vernos al otro día. Yo volví con maíz y la encontré un poco cambiada pero con la misma curiosidad. Y no estaba sola, varias palomas se unieron a la tertulia. Comencé mi relato y como un grano infectado que revienta, me saqué todo lo que tenía guardado en mis días de soledad. El pus salió con violencia y descubrí que en mis palabras no había sólo dolor, si no también odio. Y ese odio estaba dirigido a Roque. Él me abandonó, él se apoderó de mi lugar y todos lo amaban. Todos lo veían y decían “ahí va, el perro que maneja”, “qué ejemplo”, “esto demuestra que el que quiere trabaja”. Se subían a mi taxi, lo acariciaban, jugaban con él. ÉL. Roque. Era la estrella de la ciudad. ¡Pero ese era mi lugar! El lugar del gran Rolo, que ahora estaba olvidado en el anonimato.
Ese día lo esperé hasta tarde. Me había tomado media botella de whisky cuando lo vi entrar con su uniforme pulcro. “¿Te pensás que sos Rolo?”, le dije, y él sacó su asquerosa lengua mientras movía la cola. Siempre hacía lo mismo cuando yo decía “Rolo”. Ser estúpido e insignificante.
Sincerarse siempre es bueno. Cada uno a su lugar. Querer ser lo que no se es, es malo. Y yo aprendí a aceptar mi destino de taxista. Ya no me bajo del auto por nada del mundo. No me olvido de mis queridas palomas, a mi preferida la tengo enjaulada en casa. A Roque lo devolví al balcón, pero él no quiso aceptar su destino y tomó una decisión drástica, o quizás, quiso ser paloma.
Roque
Reviewed by AZULADO
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5/22/2017 12:12:00 p.m.
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